El vuelo de sus vidas


Christa Corrigan McAuliffe no salía de su asombro mientras releía por enésima vez la carta que le había enviado la NASA. Había sido seleccionada para el Proyecto Profesor en el Espacio entre miles de candidatos en todo el país. La noticia no tardó en recorrer cada uno de los pasillos y cada una de las aulas del Concord High School de New Hampshire donde ella dictaba clases de Historia.

La Directora convocó, después de clase, a todos los docentes a un improvisado brindis para celebrar tan inesperada nueva. Llenaron sus vasos de plástico del dispenser con champaña caliente y barata. Lo único que habían logrado conseguir en la licorería del barrio que frecuenta el portero; hecho que revelaba las pocas expectativas que le tenían a la postulación de la pobre Christa.

Se vivía un clima festivo. . Nunca se vieron tantas sonrisas juntas en el Concord High School ni siquiera en New Hampshire, era una verdadera publicidad de pasta de dientes. El profesor de letras ensayó un discurso mientras sostenía, ya con dificultad, su vaso semi vacío. Discurso que quedó en ensayo, pues su lastimoso estado de ebriedad no le permitió hilvanar una sola frase coherente.

Christa subió a su viejo caprice classic para dirigirse a su casa en las afueras de la ciudad. El cielo estaba despejado y salpicado de estrellas. Brillantes. Inmensas.

En todo el recorrido no pudo quitar su vista del cielo. Saber que en unas semanas se sumergiría en el espacio le ponía la piel de gallina. La luna, redonda, iluminaba su sendero. Todo era perfecto.

En su casa la esperaban tres sobres de servicios vencidos y Armstrong, su gato siamés bautizado en honor al primer hombre que pisó la luna. El felino no sólo la recibió con una despectiva indiferencia sino que, a titulo de bienvenida, le había orinado prolijamente toda la cama.

La luz roja del contestador automático parpadeaba frenéticamente. Tras quitarse los zapatos, descorchar una vieja botella de vino, reservada para ocasiones especiales, y darle una paliza a Armstrong, se desplomó en el sofá. Se sirvió una copa y, mas relajada, procedió a escuchar los setenta y tres mensajes. La madre, el padre, los tíos, los sobrinos, los vecinos, la prensa local y hasta su ex marido la felicitaban con distintos grados de efusividad. Todos estaban profundamente orgullosos de la pequeña Christa. Todos menos ella, cuya vida estaba tan vacía como el espacio que le daría refugio.

Su cabeza vagaba nuevamente por alguna galaxia lejana y de fondo el contestador seguía escupiendo palabras de euforia mientras el gato se subía a la mesa de la cocina. El último mensaje la sacó de su letargo. Era la gente de la misión STS 51-L de la NASA. Debía presentarse el lunes en las instalaciones de Cabo Cañaveral en la Florida.

Abrió los ojos, la boca y la cartera. Encendió un cigarrillo y le dio siete pitadas mientras perdía su mirada en la obesa silueta de Armstrong. Él seguía subido a la mesa, agitando, nerviosamente su esponjosa cola. Con un torpe movimiento, el gato golpeó la botella de vino que Christa tenía reservada para algún acontecimiento especial y que ya llevaba 12 años con ella, haciéndola girar sobre su eje primero para luego emprender un vertiginoso recorrido hacia el suelo. Todo se tiñó de rojo. Principalmente la alfombra y los ojos de Christa. La vida volvía a darle una bofetada. Como si la dicha la repeliera. El vino que ahora decoraba los pisos y paredes de la cocina era una cruel metáfora de su patética existencia. Lo bueno no sólo le era esquivo, sino que también efímero.

Agobiada por tantas emociones fuertes, recogió la carta, preparó el bolso y se zambulló en su cama, sola, otra vez, mientras Armstrong lamía el Cabernet Sauvignon cosecha 73 del piso de la cocina.


Su entrenamiento de un año incluyó vuelos en aviones de combate y aviones de entrenamiento de gravedad cero, así como técnicas para el manejo de carga útil de la misión. Básicamente se le entreno como a cualquier astronauta. Cosa que a una simple profesora de historia le resultó, por momentos, agobiante. No fueron pocas las noches en las que, quebrada de dolor, pensaba en mandar todo al demonio y volver a New Hampshire, con sus seres queridos. Armstrong y Jhonny Walker. Una y mil veces imaginó su regreso, triunfal, en una caravana interminable de autos recorriendo las calles de su ciudad mientras la gente gritaba su nombre. Sabía que no podía defraudarlos. En especial al pequeño Kurt, alumno suyo de 3 grado, que le había regalado un dibujo en el que se la veía en el cielo, bailando entre las estrellas.

A diferencia del martirio que padeció Christa, para el resto de la tripulación el entrenamiento resultó un pasatiempo. Para el Comandante Francis Scobee, el piloto Michael Smith y los especialistas de misión Dr. Ronald McNair, el Teniente General Ellison Onizuka, la Dra. Judith Resnik y Gregory Jarvis esto era moneda corriente. Todos habían participado en misiones anteriores y tenían una experiencia de la que, claramente, Christa carecía.

La perseverancia y la tozudez que siempre la caracterizaron, lograron que fuera superando los obstáculos que se le presentaron a lo largo del entrenamiento. El resto de la tripulación valoró mucho su esfuerzo y llegó a apreciarla un poco. Christa se sabía sapo de otro pozo y sus compañeros no dudaban en dejárselo bien claro. Estrellar la nave setenta y tres veces en el simulador no era algo que los dejara tranquilos.

Día D

El 28 de enero de 1986 y a pesar de las advertencias de algunos ingenieros a la administración acerca del posible efecto adverso que podrían tener en algunas partes vitales de la nave las temperaturas extremadamente bajas que se habían registrado la noche anterior, el transbordador espacial Challenger estaba listo para una nueva misión.

Christa temblaba pero no de frío. Los nervios y la ansiedad le estaban taladrando los huesos. La misma sensación que uno tiene cuando, luego de hacer la cola por horas para subir a la montaña rusa, nos damos cuenta que ya no nos queremos subir.
Ella no podía. Siete cinturones de seguridad a duras penas le dejaban mover las piernas. La cabina era minúscula. La claustrofobia asfixiante. Siete personas apiñadas en una caja de metal, como inmigrantes ilegales en la parte de atrás de una camioneta. El viaje al espacio no iba a ser placentero.

Se inicia la cuenta regresiva y la nave comienza a rugir y a sacudirse como un león herido. Los siete tripulantes se agitan como hojas al viento mientras se aferran a sus asientos. Christa reza un padre nuestro y desde control le piden que cierre su micrófono. Herejes. Seis. Onizuka cierra sus ya diminutos ojos. Sabe que en Japón sus padres, orgullosos, están viendo la transmisión del despegue. Cinco. El comandante Francis Scobee, el hombre de mayor experiencia entre la tripulación, tararea "Fly me to the moon" mientras controla las incontables luces del tablero de control que se encienden y apagan una y mil veces. Cuatro. El piloto, Michael Smith, repasa silenciosamente el procedimiento, empuñando los controles del transbordador. Tres. La Dra. Judith Resnik tiene su boca pintada de rojo tras morderse la lengua. El dolor físico es menor frente a la presión que siente en todo su cuerpo a medida que los propulsores de la nave se encienden. Dos. Gregory Jarvis, especialista de carga de la misión, no recuerda si cerró la llave de gas de su casa y si le dejó suficiente comida a su perro. Uno. El Dr.Ronald McNair, sentado en el fondo de la cabina, observa por la ventana como por uno de los tanques de combustible trepa una humareda negra. Quizás el miedo o la falta de reacción hacen que enmudezca.

A las 11:38:00 hora del este, el transbordador Challenger despega, por última vez, de la tierra.

La profesora, hundida en su asiento, rezando el padre nuestro con el micrófono abierto, sabe que está escribiendo un capitulo imborrable, no solo de su nimia existencia, sino de la historia misma. Piensa en las estrellas. En ver la Tierra desde el espacio. En la caminata espacial. En sus alumnos. En sus seres queridos. En...

Un estruendo interrumpe sus pensamientos.

El color celeste del cielo que se apreciaba por las diminutas ventanas de la cabina al igual que las brillantes estrellas que esperaban ansiosas a la tripulación, le dan paso a un rojo furioso. A la nave la devora el fuego. La consume con voracidad. Las explosiones se suceden una tras otra, en un espectáculo visual sin precedentes. Adentro de la cabina se desata el infierno. Las llamas, hambrientas, abrazan a los siete tripulantes. Los trajes no están preparados para soportar esas temperaturas y comienzan a derretirse sobre los cuerpos calcinados de la tripulación.

Setenta y tres segundos duró el sueño de Christa.

Tras la explosión la cabina sale expulsada. No se desintegra sino que emprende un regreso anticipado a la tierra. Una caída libre que dura tres eternos minutos.
Jarvis, Resnik y Onizuka están tan muertos como sus sueños. Los otros cuatro tripulantes, incluyendo a Christa, saben que su suerte será la misma. Quiso el destino que vivieran para ser testigos privilegiados de su propia muerte. El océano está cada vez mas cerca. Nadie habla. Solo observan como la parca afila su guadaña.
El dibujo del pequeño Kurt, en el que la había dibujado bailando entre las estrellas, sería el ultimo recuerdo de Christa.

Cierra los ojos, por última vez, y en paz consigo misma por primera vez en la vida, sonríe.

Comentarios

  1. Paradojas del destino; ese sería el último vuelo de sus vidas, sin duda alguna que tus textos tienen un sello propio, me gusta mucho tu narrativa.

    Llegué a tu blog luego de leerte en M1. Tu texto "Semillas", me ha dejado maravillada, entonces muy acertado de tu parte tener tu propio espacio.

    Te dejo un beso grande y ya te sumo a mis enlaces para estar al tanto de tus actualizaciones.
    Buen viernes.:-)

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  2. Bienvenida Adrianina.
    Es un placer que te pegues una vuelta por aquí.
    Gracias, de nuevo, por tu comentario.

    Ya me pego una vuelta por tu blog para ver en que andás!

    Saludos!

    P

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  3. Muy buen relato, tan bien detallado que fue fácil imaginarlo.
    Al menos, el de Christa duró poco, pero no fue un sueño roto.
    Tal vez por eso, la sonrisa...
    Me encantó.
    Saludos.

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