Salón de belleza


Cuando Doña María nos juntó a todas en el hall sabíamos que no sería para felicitarnos.

El negocio no venía bien hacía rato y teníamos cada vez menos trabajo. La tan mentada crisis de la que se hablaba en las noticias había hecho escala también en nuestra querida Cochabamba.

Doña María tuvo que desanudar la garganta antes de poder decirnos que iba a cerrar el salón de belleza para siempre. No nos pudo mirar a los ojos ya que las lágrimas se lo impidieron. Con el hilo de voz que le quedaba nos pidió que, por favor, terminaramos de atender a la Señora Magdalena que, ajena a todo lo que estaba sucediendo, seguía leyendo una revista vieja sentada en el sillón.

Las tijeras de pronto parecían de amianto. Nunca en los trece años que trabajé en el salón me pesaron tanto. El suelo se fue llenando de canas y lágrimas mientras le iba cortando el pelo a la señora Magdalena. Ella solo hablaba de lo contenta que estaba con el nacimiento de su nieto y de lo espléndida que quería verse para poder ir a la clínica a ver a su querida hija. Mientras Alba le pintaba las uñas con las manos temblorosas, yo le teñía el pelo sabiendo que Magdalena sería nuestra última cliente.

Tanta era la alegría que derrochaba la anciana que terminó contagiandonos y logrando que sacáramos fuerza de no se donde para dejarla como una verdadera reina.

Ahora si que puede volver a casarse señora Magdalena - le decíamos, mientras se miraba fascinada frente al espejo. Nos agradeció una y mil veces y salió, casi desfilando, por las oscuras callecitas del barrio.

Barrí las canas de Magdalena y los rulos de la Señora Julia hasta formar una enorme bola de pelos a la que bauticé Tomasina. Lloré y seguí llorando. Inundé el piso de dolor. Colgué la bata por última vez en el gancho ante la atenta mirada de las modelos europeas con peinados raros cuyas fotos decoraban un salón que se quedaba en silencio con mil recuerdos y un puñado de mi vida.

Doña María apagó la luz del salón y cerró la persiana mientras nos alejábamos con Alba sin querer ni poder mirar para atrás.

Llegué a casa tarde y me senté al lado de la cama de Jesús, mi hijo y mi única razón para seguir peleando, en silencio.

A la mañana siguiente Alba golpeó a la puerta con buenas noticias. A Doña María, la dueña del salón, la había contactado el señor Justo que andaba necesitando gente con experiencia en esta cuestión del maquillaje.

El lugar no era lo que esperábamos. Oscuro, frío y silencioso. Muy diferente al salón de Doña María donde el ruido del secador de pelos y la música de la radio no nos permitían ni escucharnos a nosotras mismas.

Justo fue claro y nos explicó la manera en la que se manejaban las cosas en su negocio. Con Alba sabíamos que no teníamos muchas alternativas. Trabajo no era lo que llovía en estos días grises en Cochabamba. Apretamos fuerte los dientes y decidimos aceptar la propuesta.

Aquí no había posters de modelos europeas sonrientes y radiantes. Aquí sólo colgaba un crucifijo con un Jesús un tanto oxidado.

Don Justo abrió la puerta y nos pidió que nos preparáramos porque llegaba un cliente.
Con muchísima más ansiedad que la primera vez que atendimos en el salón de Doña María nos acomodamos las batas y los nervios.

Justo entró con la señora Magdalena y nos quedamos petrificadas.

Quiero que la dejen divina - exclamó Justo.

Se me cayeron todas las pinturas y todas las lágrimas que no había llorado anoche.

Alba, hipnotizada, comenzó a retocarle el cabello. Yo, temblando como una hoja, le retoqué las mismas uñas que le había arreglado la otra noche.

Mientras le pintaba los ojos le preguntaba por su nieto y por lo contenta que estaría de ser abuela. Por la alegría de una vida nueva.

Cuando terminamos nos quedamos mirando a la señora Magdalena en silencio, sin decirnos ni una palabra.

Don Justo entró al rato y nos felicitó por el estupendo trabajo. "Pero que hermosa que la dejaron señora Magdalena!" exclamaba con ese vozarrón que saben tener los que han vivido la vida a los tumbos. La señora sonreía con un gesto imborrable y eterno.

En la otra sala la esperaba la familia. Estaban todos. Incluso el recién nacido que se había quedado con ganas de conocerla.

Magdalena había muerto camino a la clínica y esa noche la estaban velando.

Lucía tan hermosa como aquel día que salió del salón desfilando por las callecitas de Cochabamba.

Comentarios

  1. Gracias por tus cuentos Pablo!

    Son siempre atrapantes y sorprendentes hasta el final!!

    Tus cuentos son como los sandwiches de miga: el 90% tienen un fiambre! jajajaja!!!

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  2. Jaja, me encanto el comentario del sandwiche de miga...es cierto! pero siempre geniales!

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