Cuatro Minutos


Me desperté, abrí los ojos y solo atiné a pensar que seguía soñando.

Lo que sucedía ante mi mirada incrédula sólo podía ser fruto de una alucinación digna de Dalí o de una versión pobre de alguna película de cine catástrofe de los setenta.

Gente gritando, llorando y rezando. La cabina se había transformado súbitamente en una iglesia, en una sinagoga y en una mesquita itinerante. Dios, Alá, la Virgen y todos los Santos pasaron a ser la música funcional, la banda sonora de esta pequeña tragedia. No faltaron los herejes que, a falta de devoción religiosa, invocaron a la putisima madre que los parió y a su cagada suerte.

Yo opté por quedarme en silencio. Tratando, infructuosamente, de desconectarme de lo que estaba pasando. No como queriendo no estar ahí sino como deseando que todo el mundo cerrara su maldita boca. ¿Como poder pensar en mis seres queridos si la vieja del asiento 27B me estrujaba el brazo como si quisiera llevárselo consigo?. ¿Como poder asimilar lo que estaba sucediendo si las azafatas, en un claro acto de bloqueo mental, seguían repartiendo la comida?.

Le apliqué un certero codazo a la vieja que quería llevarse mi brazo para poder levantarme de mi asiento. De alguna forma me lo iba a agradecer. Le partí el tabique, es cierto, pero la dejé desmayada y soñando con los angelitos. Le evité tener que soportar lo que se venía.

Me fui sacando gente de encima a los golpes. Peor que una persona desesperada y anulada por la inminencia de lo inevitable son 288 personas en ese estado. Contra ellos fui arremetiendo hasta poder llegar al baño. Mientras apretaban sus crucifijos contra sus pechos me miraban como no pudiendo entender como alguien, en su sano juicio, pudiera tener ganas de ir al baño en un momento semejante.

Pues bien, yo no estoy en mi sano juicio y canalicé la desesperación por vía intestinal.

Robé una botella del mejor vino que encontré en el carrito de la azafata, le di un beso en la boca, me dio una cachetada y me encerré en el baño.

Había encontrado la paz que necesitaba. El caos y el griterío habían quedado del otro lado de la puerta. Quedamos yo y mis flatulencias.

Mientras me encogía, como anticipando el impacto y como si con eso pudiera amortiguar el golpe, bebí en tres sorbos la botella y coroné el cuadro encendiendo un habano con la tranquilidad y destreza con la que lo haría un enfermo de parkinson.

Me miré al espejo y traté, con esfuerzo, de pronunciar las palabras con las que me despediría de este mundo.

"Siempre haciendo cagadas"

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