El hombre solo


Saberse el ultimo hombre en la tierra era , por momentos, agobiante. Tratar de racionalizar la idea era un ejercicio imposible para Javier. Tan compleja era la tarea que pasados los años dejó de tomarse la molestia de seguir pensando en ello.

Todas las mañanas llamaba, sin embargo, a la casa de su ex mujer, esperando que alguna vez ella levantara el teléfono. No sucede desde que Javier es el único hombre en la tierra y nada indica que ello vaya a cambiar en el corto plazo. La dulce voz de Verónica recitaba una y otra vez el mismo mensaje.

"Hola. No estoy en casa. Dejame un mensaje que te responderé a la brevedad"

Los primeros mil quinientos cuatro días, Javier dejó mil quinientos cuatro mensajes. Comprendió que Verónica, y el resto de la humanidad, no existían más. Que nunca le devolvería el llamado ni a la corta ni a la larga. Qué lo único que volvería a escuchar de ella sería esa maldita cinta del contestador con ese eterno mensaje.

En uno de los cajones de su cuarto guarda una foto de ella con la que ha juntando la suficiente inspiración como para arrancarse mil orgasmos. Una ceremonia que no por repetida deja de resultarle placentera y un tanto bizarra. Saber que la persona de la foto esta muerta no parecía ser razón suficiente como para deserotizarlo.

Guarda la foto y, siempre desnudo, se levanta de la cama para mirarse en el espejo. Contempla su rostro. Su interminable y sucia barba que ha dejado crecer como enredadera, desde el día que la humanidad lo dejó solo en la tierra. Llora. Llora mil quinientas cuatro lágrimas hasta que los ojos le quedan secos. Llora pero no sabe porqué ni por quien lo hace. Se enfada y grita. Grita tan fuerte que los ojos se le inyectan de sangre. Grita hasta destrozarse la garganta esperando que alguien lo escuche. Aulla como un animal herido. Una bestia.

Pero nadie se hace eco. El hombre solo.

Jadea. Golpea el espejo y lo rompe. Lo transforma en un caleidoscopio que le devuelve una y mil veces el reflejo de su desdibujada imagen. Casi burlándose de él y de su soledad. Enfurecido arranca el espejo de la pared. Poseído. Animal. Abre la ventana de su habitación y lo arroja con vehemencia a la calle desierta. El ruido es ensordecedor pero efímero. Como lo son sus bramidos. Segundos. Se esparcen los fragmentos de vidrio en el suelo y todo vuelve a la normalidad. Silencio.

Asoma el sol. En la calle su reflejo parpadea en cada parte del malogrado espejo dibujando una verdadera constelación de pequeñas estrellas. El hombre solo, embelesado, contempla el inusual espectáculo que ha creado fruto de su ira.

Se pierde hipnotizado. Pasan dieciocho minutos y tres nubes. Una de ellas, gris e inmensa, apaga al sol y lo devuelve a la realidad. Cierra la ventana asustado. Habían pasado muchos años desde la ultima vez que la había abierto. El hueco era lo que separaba su mundo del de los demás. No le hacía bien mirar fuera. Le recordaba todo lo que ya no era. Ni él ni el mundo.

Se recostó en la cama y durmió seis días.

Soñó.

El sueño se llenó de gente. De ruidos. De aromas. De ese hermoso caos que supo ser el mundo. Millones de personas presurosas por llegar quien sabe donde. Gritos. Llantos. Gemidos. Risas. Vida.

Verónica acudió a la cita. Como todas las veces que el hombre solo lograba conciliar el sueño. La abrazaba como no queriendo perderla nuevamente. Como no queriendo dejarla escapar. Ella se fundía entre sus brazos. Lentamente. Se derretía como un hielo y se escurría ante la mirada desesperada del hombre solo. La cama se inunda, llena de lágrimas.

Tras mil quinientos siete días suena el teléfono.

El hombre solo, incrédulo, abre los ojos mientras su corazón busca un surco para salir expulsado de su pecho.

Agitado, el hombre solo no sabe si sigue soñando. El ruido le parece sin embargo demasiado real como para ser otro desvarío de su mente.

Ring.....ring.....ring....

No puede ser. No puede ser. No puede ser.

Paralizado su cuerpo parece no responder. Sentado en la cama. Inmóvil. Su cabeza le pide a gritos que se levante. Sus insurrectas piernas se amotinan y deciden no obedecer. El hombre solo grita. Llora y ruge postrado en la cama.

Ring...ring...ring...


La mente logra anular la conspiración y le ordena que corra a levantar ese maldito teléfono de una puta vez. Le recuerda al hombre solo que esta podría ser la respuesta por la que ha estado esperando mil quinientos diez días y mil quinientas diez noches.

Corre imbécil. Corre. . Susurra su mente.

Respira profundo como si fuera a sumergirse en el mar y con la mano temblequeando levanta el aparato.

¿Hola?

¿Hola?. Repite el hombre solo.

Lo único que atina a escuchar es un sollozo. Un sonido casi imperceptible. Un suspiro. El mismo ruido que hace el alma cuando abandona al cuerpo.

¿Verónica?


* Click *

tuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu


El hombre solo se queda con el tubo del teléfono en la mano por treinta y siete minutos. La mirada perdida. La mente en blanco.

Entonces el hombre solo parpadea. Regresa de su apagón cerebral y con el dedo índice y su uña mugrosa , van recorriendo y pulsando los números que lo separan de la voz de Verónica.

"Hola. No estoy en casa. Dejame un mensaje que te responderé a la brevedad"

Verónica maneja un criterio muy particular con respecto al tema de la brevedad de sus respuestas. Pasaron mas de mil quinientos días y mil quinientos mensajes y nunca contestó un sólo llamado.

¿O si?

El hombre solo entra nuevamente en erupción y de un movimiento firme destroza el teléfono contra la pared. Se desploman en el suelo, él y lo que queda del aparato. Acababa de destruir lo único que lo unía a Verónica y al mundo. A lo que quedaba de cada uno de ellos. De Verónica el refugio de su voz y del mundo...

El mundo.

Sus ojos grises hicieron nido en la puerta. Entrada y salida a ese universo que alguna vez fue el suyo y al que hacía mucho tiempo no bajaba. Corrió la mirada espantado.

Vamos. Nos están esperando.
Susurro su mente

¿Javier?. Te estoy hablando. Insistió

Levántate y anda. Hijo de una gran puta.

Animado por la arenga y las dulces palabras de sus pensamientos, se incorpora y da tres pasos firmes y eternos hacía la puerta.

La llave. Murmura el hombre solo.

La puerta siempre estuvo abierta. Le susurra la mente.

La llave eres tú.


Confundido, desnudo y con una barba interminable, aferra su mano a la manija de la puerta y la hace girar lentamente hasta abrirla.

Derrama una tormenta de lágrimas que comienza a escurrirse por el pasillo hasta llegar a las escaleras que dan a la calle. Un caudal de angustia contenida por tantos años que, lentamente,inunda el trayecto que lo separa de todo.

Apoya el pie sobre el piso mojado. Con la misma torpeza que un bebe, va dando pasos lentos, toscos e inseguros mientras mira, de reojo, la puerta de la jaula que acaba de abandonar.

El hombre solo titubea. Como el naufrago que abandona la isla que fue su refugio. Con esa incoherencia de sufrir por abandonar una celda.

Una bandada de murmullos interrumpe su reflexión introspectiva. O al menos eso cree haber escuchado el hombre solo. Niega sacudiendo frenéticamente la cabeza de un lado al otro. No es posible. No es posible. Esta solo.

Con paso más firme llega a la puerta de entrada y desentierra veintidós recuerdos perdidos de la última vez que la atravesó. Empalidece y los sepulta nuevamente.

Verónica. Susurra su mente.

Si. Responde el hombre solo.

Como el gusano que emerge de la tierra húmeda, el hombre solo salió al mundo tras largos años de ausencia y nostalgia.

Desnudo y con tres lágrimas en sus ojos grises, salió corriendo a buscarla.

Se perdió entre la gente. Entre la multitud. Entre las personas que miraban azoradas ese curioso desfile de excesiva libertad.

El hombre solo, su esquizofrenia y Verónica vagaban por las arterias de una ciudad llena de gente pero desierta de vida.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares